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Discípulo
de los Apóstoles, Padre de los Obispos, vigoroso guerrero en la
vanguardia de los victoriosos Mártires, San Ignacio ha sido tres
veces coronado y brilla reluciente en el firmamento de los Amigos
de Dios. Atendiendo a su nombre, que simboliza el fuego (ignis,
en latín), el amor de Cristo ardió tan fuertemente en su corazón
que fue llamado Teóforo (Portador de Dios), calificativo que, sin
jactancia, no titubeó en aplicarse el mismo, en tanto que todos
los cristianos después del Bautizo se convierten en Portadores de
Cristo (Cristóforos) y son revestidos en el Espíritu Santo.
Ignacio había conocido a los Apóstoles en su juventud y, en compañía
de Policarpo, fue iniciado en los más profundos misterios de la
fe por San Juan el Evangelista. Posteriormente, sucedió a Evodio
como el segundo Obispo de Antioquia, capital de Siria y la mayor
ciudad del oriente, cuya sede episcopal fue fundada por el Apóstol
Pedro. Durante la persecución de Domiciano (81-96), San Ignacio
alentó a los muchos confesos a sobrellevar sus tormentosas tribulaciones
con el deseo de ganar la vida eterna; consoló a los prisioneros
y compartió con todos su vehemente deseo de su muerte por Cristo,
a modo de llegar a unirse a Él para siempre. Pero el temerario obispo
no fue arrestado en este tiempo y cuando la persecución menguó,
él se sintió desilusionado de que Dios no le llamara a la perfección
de un verdadero discípulo.
En los años de paz que siguieron, San Ignacio se ocupó de la organización
de la Iglesia, mostrando que la Gracia que vino sobre los Apóstoles
en Pentecostés persistía en el ministerio episcopal, aún cuando
los Doce se hubieran ido ya. Exhortó a todas las iglesias a permanecer
en unidad y amor alrededor del Obispo, quien es la imagen terrenal
del único verdadero Obispo y Gran Sacerdote, Jesucristo. Unidos
por la fe inquebrantable en el crucificado y resucitado Salvador,
y en la unidad del corazón nacida del amor y la esperanza común,
los fieles deben reunirse tan frecuentemente como puedan, especialmente
en el Día del Señor, para celebrar la Santa Eucaristía con su Obispo
y la asamblea de sacerdotes y diáconos; partiendo el mismo pan,
que es la medicina de la inmortalidad, el remedio contra la muerte
y, específicamente, la vida eterna en Cristo. Donde está el Obispo,
dijo, ahí está Jesucristo, ahí está la Iglesia, la seguridad de
la vida eterna y la promesa de la comunión con Dios.
Cuando la persecución del emperador Trajano (98-117) en Antioquia, San Ignacio se presentó voluntariamente ante él y confesó su fe en un solo Dios, creador y amigo del hombre y en su Hijo Unigénito Jesucristo. Con disgusto el gobernante le dijo: “Así que eres discípulo del crucificado bajo Poncio Pilato, ¿lo eres?”. “Yo soy el discípulo de Aquél que clavó mi pecado en la Cruz y que ha derrotado al demonio y sus símbolos bajo sus pies”, replicó el santo. –“¿Por qué te haces llamar portador de Dios?”. –“Porque porto al Cristo viviente dentro de mi”. –“Entonces que sea el portador del Crucificado llevado en cadenas a Roma”, ordenó el emperador, y “ahí que sea arrojado a los leones para diversión de la gente”. Como San Pablo y muchos otros gloriosos mártires, el siervo de Dios se llenó de regocijo y fervientemente besó las pesadas cadenas que le cargaron llamándolas “mis más preciadas perlas espirituales”.
Durante su larguísimo camino a Roma, se enteró de que los fieles de esa ciudad pretendían evitar su sacrificio; les escribió rogándoles que contuvieran su inoportuno entusiasmo y que no intervinieran: “Ahora yo suplico ser un discípulo...mi deseo terrenal ha sido crucificado, y no hay más fuego en mi por amar las cosas materiales, pero hay un agua viviente en mi que murmura y dice en mi interior: ¡Ven al Padre!”. El amor de Cristo obró tan fuertemente en él que le inspiró con palabras de fuego: “Perdónenme hermanos, no me persuadan de vivir, no deseen que yo no muera. Permítanme ser un imitador de la Pasión de mi Dios...déjenme ser alimento de las bestias, por lo que me será posible encontrar a Dios. Soy trigo de Dios y debo ser triturado por los dientes de las bestias para convertirme en pan puro de Cristo. Para hacerse, a semejanza de Cristo, verdadero pan eucarístico, para servir a través de Él mismo en la verdadera y perfecta liturgia.” Tal era el único deseo del santo Obispo.
Cuando el momento de su prueba final llegó, San Ignacio entró a
la arena como si se aproximara al Santo Altar para servir su última
liturgia en presencia de sus fieles. Ahora, pleno obispo y discípulo
del Sumo Sacerdote de nuestra Salvación, Jesucristo –sacerdote y
víctima a la vez- se ofreció a sí mismo complacientemente a los
feroces leones que se abalanzaron sobre él y le devoraron en breves
momentos, sin dejar nada, tal como él lo había deseado, excepto
los huesos más largos.
Estas preciosas reliquias fueron devotamente reunidas por los fieles
y llevadas de vuelta a Antioquia con gran solemnidad; veneradas
como al Pastor por los cristianos a lo largo del camino, fueron
devueltas triunfantes a su rebaño.
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