PENTECOSTÉS

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar”. Pentecostés —palabra griega que significa cincuenta— es el nombre de la fiesta judía, cincuenta días después de Pascua, en el que se recordaba la entrega de los diez mandamientos a Moisés, y también la renovación del templo de Jerusalén en el tercer siglo antes de Cristo. Eso justifica la reunión de tantos judíos de todas las naciones en Jerusalén: “Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo.”

Mientras los discípulos estaban reunidos “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban”; viento, ruido, fuego, siempre han sido señales de la Presencia de Dios: el Espíritu Santo que desciende a los apóstoles en forma de lenguas “como de fuego” es Dios, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad a Quien anunciamos en el Credo que “con el Padre y el Hijo es juntamente adorado y glorificado”.

“Lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos.” El Espíritu Santo desciende sobre los reunidos, sobre cada uno de ellos personalmente; se les otorga como don personal que, aunque obra en ellos por medio de diferentes carismas, les une en la común fe, a fin de que formen los diversos miembros pero de un mismo cuerpo cuya Cabeza es el Señor: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo” (1Cor.12:4).

Lo que festejamos hoy no es sólo un evento que tuvo lugar con unos discípulos en aquel Pentecostés, sino la realidad de que desde aquel día la Iglesia vive constante Pentecostés: el descenso del Espíritu Santo sobre los fieles, el Espíritu Santo que nos otorga la posibilidad de llamar a Dios “Abba, Padre” (Gal.4:6) y sin el cual “nadie puede decir ¡Jesús es Señor!” (1Cor.12:3) ya que él, como Cristo nos ha prometido, “os lo enseñará todo, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn.14:26).

Por la Crismación somos ungidos de Dios, es decir, hemos sido ungidos por la Unción del Espíritu Santo. En el Bautismo formamos parte del Cuerpo de Cristo, y con la Crismación, llevamos el sello del don del Espíritu Santo. Nuestro propio Pentecostés no es sino este sello.

“En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el (Espíritu) Santo” (1Jn.2:20).