«Mi hijo tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de él, lo derriba, le hace echar espumarajos, rechinar los dientes y lo deja rígido.» Ante esta sufrida creación, Jesús mostró su compasión y voluntad de que «todos se salven y hacia el conocimiento de la verdad se adelanten».
En los tres evangelios sinópticos (según san Mateo, Marcos y Lucas), la curación de este epiléptico sigue al suceso de la Transfiguración cuando Cristo se manifestó en su gloria ante los tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago. Ellos quisieron quedarse más tiempo, o todo el tiempo, sobre el monte de Tabor: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías», pero el Señor no aceptó y decidió bajar del monte de la Transfiguración, para encontrarse con el hombre y sus angustias. La Gloria de Cristo, que se manifestó entre los discípulos –y por ellos sobre toda la Iglesia–, no es una ilusión apática que satisface los sentimientos y emociones del hombre, sino una Luz activa que enfrenta al mundo, enfrenta al dolor y lo transforma en consuelo y curación, a la tristeza y la convierte en esperanza, a la pasión y la transmuta en amor a Dios y al prójimo.
Sin embargo, los discípulos no podían atender la petición del padre y curar a su hijo: «He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.» Cristo atribuyó la impotencia a la falta de fe (de los discípulos y del padre), porque «si puedes creer, todo es posible para quien cree», dijo al padre. Éste le respondió a Jesús con sensatez: «Creo Señor...», porque él se había enterado de todo lo que Jesús efectuaba, «ayuda a mi poca fe», pues la magnitud de la enfermedad de su hijo (desde niño) limitaba su fe, por lo que, con un tono penitencial, clamó: «Creo, ayuda mi poca fe.»
El cristiano, ante la magnitud de la corrupción en el mundo, ante sus dolores y tristezas, ante la fuerza de sus propios vicios y debilidades, se siente impotente como los discípulos y el padre de la lectura de hoy, y tocando las puertas de la esperanza, saca un sincero clamor: «Creo, Señor, ayuda mi poca fe.» Y el Señor le contesta: «Esta clase (el demonio de la incredulidad) con nada puede ser arrojada sino con oración y ayuno.»
En el desierto de la Cuaresma, precisamente con oración y ayuno, subimos al monte de la Transfiguración, donde la Luz de Cristo, día a día, purifica nuestro corazón, mente y cuerpo, y en cuanto alcanzamos el glorioso día de Resurrección, nuestro «ayuda mi poca fe» será transformado en «Todo lo puedo en Cristo que me fortifica.» (Fil. 4: 13).