Mientras estamos a las puertas de la Semana Santa, la Iglesia nos lee este evangelio en el que Cristo prepara a sus discípulos por tercera vez: «mirad que subimos a Jerusalén, y el hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte...» Cristo se dirigía hacia su Pasión por su propia voluntad.
Pero los discípulos aún pensaban que el reinado de Cristo es una autoridad política y mundana, esperaban que Cristo el Mesías, en su momento, gobernaría al pueblo de Israel. Así que Juan y Santiago pidieron una porción en esta autoridad. Los otros diez se enojaron con ellos, no porque tenían una visión óptima de la misión de Cristo, sino porque los dos hermanos lo habían pedido sólo para sí mismos, sin los otros diez. Cristo aclara qué es la esencia de su reinado, cómo se ejerce su autoridad, y por cuál medio se logra obtener: «¿Pueden beber la copa que Yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que Yo voy a ser bautizado?» Les instruye, y a nosotros también, que el trono de su gloria es logrado por la cruz. Ellos contestaron positivamente, «si podemos» sin entender lo que estaban diciendo; lo que les importaba era conseguir aquella gloria mundana, de cualquier manera.
En aquel momento Cristo les respondió: «La copa... sí, la beberán ... pero sentarse a mi diestra o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado.» En verdad, Cristo no pretendía reducir su carga divina del juicio, -pues Él es el que «vendrá segunda ves... a juzgar a los vivos y a los muertos» como confesamos en el credo-, sino enseñarles que ha encarnado y ha venido al mundo no para repartir porciones en el Reino sino para mostrar cómo se conquista este Reino, pues está preparado para quienes saben conquistarlo.
Estos conquistadores, continua Cristo, no son de los jefes de las naciones que «las oprimen con su poder», sino los grandes quienes, por la cruz, se vuelven servidores; los nobles quienes, por el amor divino, lavan los pies de los demás; los fuertes quienes ven a Cristo en el rostro de los débiles. ¡Cuán lejos está el pensamiento de Cristo del correspondiente a la civilización de este mundo!, el que, un día, lo había comprendido dijo: «efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda.» (1Cor.9,19).