Estando a las puertas de la Cuaresma, nuestra Iglesia conmemora el día del juicio, es decir, la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. La lectura del Evangelio nos recuerda el día del juicio y pone énfasis en el criterio según el que seremos juzgados. Y lo que escuchamos está claro: seremos juzgados según la medida de nuestra misericordia, es decir la medida de nuestro amor.
La palabra amor, muchas veces, es manipulada o malentendida. El pasaje bíblico destaca las palabras de nuestro Señor Jesús cuando dice: “cuanto hicieron a uno de estos hermanos...” La palabra amor no tiene un significado abstracto sino de acción, y nosotros seremos separados entre ovejas y cabritos según nuestras obras de amor.
Es un error común el limitar el amor a tan sólo un pasivo afecto y emoción. Quizás podamos tener sentimientos de odio hacia alguna persona, pero si nos comportamos con ella con delicadeza y amor, transformamos nuestro odio en amor. Por otro lado, podemos tener en nuestro interior el más delicado sentimiento para alguien, y podemos sentirnos emocionalmente dependientes de él, pero actuar con él con hostilidad.
El amor significa, sin duda alguna, ceder a los demás el primer lugar, y el egoísmo es exactamente lo contrario, es decir, tomar para mí el primer lugar y poner a los demás al final. Que yo ame a alguien equivale que quiere y desee darle a él el primer lugar, amarle más de lo que me quiero a mí mismo y desearle el bien a él antes que a mí.
La Cuaresma, cuando va de la mano con las obras de la misericordia, viene como un gesto de abstinencia que nos lleva a abandonar nuestro egoísmo, y nos estimula a despojarnos del hombre viejo y a proclamar al nuevo. En ella, dejamos atrás todos nuestros malos deseos, nos abstenemos de los intereses que nos llevan a la perdición, y aprendemos ver a “los hermanos más pequeños del Señor” y apreciar en ellos su Presencia. Y así se inclina la balanza de la báscula favorablemente: “Conviene que Él crezca, y que yo mengüe.” (Jn 3: 30)