¡CANTARÉ AL SEÑOR MIENTRAS VIVA!

“Nada eleva tanto al alma y le da alas, y la libera tanto de la tierra como de sus cadenas del cuerpo, lo hace anhelar la inteligencia y la alivia de las preocupaciones de esta vida, como la melodía y el ritmo que poseen el canto sagrado”, nos dice San Juan Crisóstomo.
El canto es una de las herramientas con las cuales “elevamos nuestros corazones” y “los tenemos con el Señor.” Y si bien el conocimiento de las reglas musicales y la dulzura de voz enriquecen el culto, lo que más atrae la Gracia de Dios es el corazón puro de los que cantamos, el casto pensamiento y la limpia conciencia.

La Iglesia Ortodoxa ha conservado las recomendaciones de los Concilios ecuménicos en las cuales se insiste que la música es vocal. Cantando, los fieles adornan sus palabras con el atavío de la melodía; en cambio, un instrumento ofrece un vestido que carece de novia, tal vestido sirve para exhibirlo y no para ofrecer devoción y culto ante Dios. Con nuestra voz glorificamos al Creador, mientras los sonidos instrumentales glorifican a su propio creador, el hombre.

¿Quién canta en el templo? en los manuscritos que la historia antigua de la Iglesia nos ha dejado, no encontramos el término “coro” sino “pueblo”, a tal grado que el culto ofrecido pareciera un diálogo entre oraciones del presbítero (sacerdote) y afirmaciones del pueblo. El objeto de decirlo no es reducir la importancia del coro -cuyos integrantes son los miembros de la Iglesia que tratan de devolver duplicado este don al Dador de "toda dádiva"-, sino al contrario: se pretende, primero, reanimarlos a no menospreciar este servicio que complace a Dios siendo ofrecido con mente despierta y corazón contrito; y segundo, para exhortar a toda la feligresía a que participe en todo lo que se pueda, con el objeto de activar su participación en la glorificación “con una sola boca y un solo corazón” a Quién le pertenece todo honor y adoración por los siglos de los siglos.