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Si observamos bien en la Biblia, notaremos
que privilegia a la Virgen María con un lugar distinguido
entre las criaturas, as í
que el ángel Gabriel le saluda así: “Alégrate,
llena de Gracia, el Señor está contigo.” (Lc.1,
28). También ella tiene un lugar único en el Plan
de Salvación, preparado por el Creador; dijo Elizabet a la
Virgen: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el
fruto de tu seno” (Lc. 1, 42), y al decírselo quedó
llena del Espíritu Santo. Todo cristiano evangélico
confiesa que estas palabras, las del ángel Gabriel y de Elizabet,
son una verdad inspirada por Dios. Pero dichas palabras forman la
mayor parte de la alabanza a la Virgen en la Iglesia Ortodoxa de
Cristo, entonces ¿cómo justificar que los evangélicos
-con el sentido ilimitado de la palabra, es decir, los protestantes-
se contradigan y se pongan en contra de que nos dirijamos hacia
la Virgen María con las mismas palabras, que había
escuchado cuando estaba en la tierra, de la boca del Ángel
y de una mujer “llena del Espíritu Santo”?; ¿acaso
objetan a que usemos estas palabras tal como vienen en el Evangelio?,
y ¿si lo hicieran, seguían siendo evangélicos?
La Virgen, en la Biblia, goza de una bendición inalcanzable,
y la comprensión correcta de los motivos y esencia de este
único privilegio celestial no se logra sino con fijar la
vista en su relación con Dios, con el hombre y con la Iglesia.
La relación de la Virgen con Dios
Jesús ha aclarado cuál es el motivo de la bendición
de Dios en la Virgen. Cuando una mujer de entre la muchedumbre alzó
la voz y dijo: “Dichoso el seno que te llevó y los
pechos que te crearon”, Jesús respondió: “Dichosos,
más bien, los que oyen la palabra de Dios y la guardan.”
(Lc.11, 27-28). Este mensaje forma parte de la lectura evangélica
que la Iglesia Ortodoxa lee en las fiestas de la Virgen; y eso comprueba
que la Ortodoxia considera dichas palabras como la expresión
más perfecta de que cómo comprende la santidad de
la Virgen. Es indiscutible que las palabras de Jesús no pretenden
rebajar la dignidad de la Virgen, sino que enfatizan su verdadero
mérito; el Señor no niega que hay bendición
y gracia en la maternidad de su Madre, pero manifiesta que dicha
bendición se atribuye, más bien, a otra cosa que la
Virgen posee en abundancia, eso es “escuchar la palabra de
Dios y guardarla.”
Sin lugar a duda, la Virgen María es la Madre de Cristo,
el instrumento de la Encarnación y el lazo entre Dios y el
género humano; si bien que todos estos son dones sobrenaturales
que la Virgen no había procurado obtener por su habilidad
humana, sin embargo, ella, por su propio esfuerzo, escuchó
la palabra de Dios y la guardó. Aquí se encuentra
la verdadera grandeza de la Virgen, y ésta es la base evangélica
para su veneración. Bien canta la Iglesia Ortodoxa en la
fiesta del nacimiento de la Virgen: “Escucha, hija, mira y
pon atento oído...” (Sal. 45, 10).
Conviene ahora mencionar, del Evangelio, lo que ilustra el icono
de la Virg(Lc. 1, 38). Y cuando todavía no podía comen
quien escucha y cumple. Pues así responde al ángel
Gabriel: “He aquí la esclava del Señor; hágase
en mí según tu palabra” prender las palabras
de Jesús, “conservaba cuidadosamente todas las cosas
en su corazón” (Lc. 2, 51), lo mismo que hizo también
cuando los pastores de Belén comunicaron lo que Dios les
había anunciado. (Lc. 2, 19)
La relación de la Virgen con el
hombre
En la boda de Caná de Galilea, la Madre dijo a su Jesús:
“No tienen vino”, Él contestó que su hora
todavía no había llegado. Pero su Madre dijo a los
sirvientes: “Haced lo que Él os diga.” Y en seguida,
se realizó el famoso milagro (Jn.2, 1-11).
Este pasaje evangélico es de suma importancia respecto al
papel que la Virgen tuvo. Pues de un lado, la Virgen toma la posición
de mediador; y hoy, como en Caná, sigue diciendo al Señor
que no tenemos vino, es decir, que estamos en carencia, sea espiritual
o material. Es indudable que el Señor lo sabe y que la mediación
de la Virgen no consiste en llamar la atención de su Hijo
sobre un acontecimiento del cual no se ha dado cuenta, ni en defender
a los hombres, ni en conseguir una aprobación que, en principio,
era difícil. La mediación de la Virgen consiste en
unirse a sí misma con la misericordia y la compasión
del Salvador, es la expresión humana de su sin fin amor y
ternura.
Y del otro lado, notamos que la Virgen dice: “Haced lo que
Él os diga.” Ésta es la única instrucción,
que ella dirigió a los humanos, registrada en la Santa Escritura.
Pues hoy, la misión de la Virgen consiste en hacer que crezcan
nuestros corazones para recibir la Palabra del Hijo. Así
que podemos aplicarle (según se permita aplicar a hombres
palabras sobre una Persona Divina) lo que el Señor dijo sobre
el Espíritu Santo: “os lo enseñará todo
y os recordará todo lo que yo os he dicho... no hablará
por su cuenta, sino que hablará lo que oiga...” (Jn.
14, 26; 16, 13).
Trasladémonos ahora en la memoria, de Caná de Galilea
hacia el Gólgota donde se encontraban cerca de la Cruz de
Cristo su Madre y su discípulo amado. Al verlos Jesús
“dijo a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo.’
Luego dice al discípulo: ‘ahí tienes a tu madre.’
Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su
casa.” (Jn. 19, 26-27). Muchos de los Padres de la Iglesia,
inspirados por el Espíritu Santo, ampliaron el significado
de estas palabras viendo en el discípulo el representante
de la humanidad salvada, es decir, nosotros somos a quienes nos
presenta a su Madre. Si observamos con atención el pasaje
evangélico notamos tres cosas: el discípulo, al cual
el Señor le encargó su Madre, fue el amado; pues él,
a diferencia con todos los demás apóstoles, estuvo
con María parado cerca de la Cruz. Sí… Dios
le encargó su madre a quien no se apartó de Él
en las obscuras horas, la horas de su Pasión. Y ahora la
madre de Jesús entra con el que permaneció firme,
en un amor entrañable ya que se encontraron ante la Cruz
de nuestro Señor Jesucristo. Luego, al establecerse este
entrañable amor, el discípulo llevó a María
a su casa, es decir, ella se volvió parte del ser del discípulo,
vivían ya juntos y compartían todo. Si contemplamos
intensamente lo sucedido, veremos los profundos cambios y las urgentes
necesidades que tal relación entre madre e hijo exige.
La relación de la Virgen con la
Iglesia
En el Gran día de Pentecostés, se reunían
ciento veinte hermanos; allá en la estancia superior estaban
los apóstoles “todos ellos perseveraban en la oración,
con un mismo espíritu en compañía de algunas
mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos.”
(Hch. 1, 14), y he aquí que descendió el Espíritu
Santo. Así que los hermanos que estaban en la estancia superior
se transformaron en la Iglesia. Nadie hoy puede ser verdadero miembro
de la Iglesia si no siente una relación inquebrantable, y
continua comunión espiritual con todos los que se han reunido
el día de Pentecostés cuando descendió el Espíritu
Santo. Pues la verdadera Iglesia, hoy, sigue siendo reunida, como
ha sido siempre, alrededor de los apóstoles Pedro, Juan,
Andrés y los demás, con la Madre de Jesús.
Cuando descendiera el Espíritu Santo sobre todos, la Virgen
no sería privada.
La Santa Escritura describe la relación de la Iglesia con
la Virgen María así “perseveraban en la oración,
con un mismo espíritu” (Hch.1, 14). Entonces no nos
engañemos a nosotros mismos imaginándonos poder estar
con la Virgen en la Iglesia si no participamos con ella en la oración
con un mismo espíritu. Porque dicha concordancia significa
armonía entre la intención de la Virgen y la nuestra,
y aceptación de lo que ella acepte; y sabemos que la única
intención de la Virgen no es sino someterse a la Divina Voluntad,
así que no nos reúne a ella sino la concordancia de
nuestra voluntad con la de Dios.
Las consideraciones mencionadas subrayan principalmente el elemento
de “la voluntad” en la veneración a María,
y acentúa nuestra obediencia al Señor, inspirada en
la obediencia de la que es “sierva de Él.” Tenemos,
entonces, que evitar la deformada imagen de una imaginación
popular que da a la Virgen el papel de “refugio” del
pecador que pide la protección de la Madre ante la justicia
de su Hijo, el Juez; la Virgen Bendita es nuestra tierna Madre,
pero su ternura no es sino participación en la del Señor
que es más inmensa; porque en Él, y sólo en
Él, se encuentra la absoluta y perfecta Misericordia.
Creemos rotundamente que somos leales al espíritu evangélico
y a la correcta interpretación evangélica, precisamente
cuando nos dirijamos con la bienaventuranza hacia la obediente y
humilde Sierva de Dios repitiendo sus palabras: “porque ha
puesto sus ojos en la humildad de su sierva” (Lc.1, 48). Y
ya que no deseamos retirar nuestra voz del coro de las cristianas
generaciones, seguiremos, con ellas, venerando a la Madre de Dios,
y así se realiza lo que había preanunciado en su himno:
“por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada.”
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