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Tropario
de Navidad
(Tono 4) |
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Tu Nacimiento, oh Cristo nuestro Dios,
iluminó al mundo con la luz de la sabiduría,

pues los que adoraban a los astros,
por la estrella aprendieron a adorarte, oh Sol de Justicia,
y a conocerte, Oriente de lo alto.
¡Señor, gloria a Ti!

Condaquio de Navidad
(Tono 3)
Hoy la Virgen da a luz al inefable Verbo;
y la tierra ofrece al inasequible la gruta;
los ángeles con los pastores lo glorifican;
los magos con la luz del astro se encaminan.
Pues, por nosotros ha nacido el nuevo Niño,
el eterno Dios.

La
fiesta de Navidad
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Navidad es la segunda fiesta cristiana, en cuanto a importancia
y a antigüedad, después de la Semana Santa y la Pascua,
cuyo origen se ubica en los tiempos apostólicos, como indican
los testimonios históricos.
A mediados del siglo II -y por primera vez- se festejó el
Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo junto con su Bautizo
por manos de Juan el Bautista, el 6 de enero en la fiesta que se
le llamaría “Epifanía” o “Teofanía”
que significa la divina Manifestación, ya que en el nacimiento
de Cristo, Dios “se hizo carne y puso su morada entre los
hombres.” (Jn. 1, 14), y en el Bautizo, se manifestó
la Trinidad: El Padre da testimonio del Hijo bautizado, y el Espíritu
Santo en forma de paloma confirmó la revelación. Hasta
el siglo IV, todavía la Navidad se festejaría en el
Oriente el 6 de Enero.
El año 330, en Roma, fue la primera vez que la Navidad se
celebró independientemente de la fiesta de la Epifanía.
Se escogió el 25 de diciembre no porque fuera el día
más verosímil para el histórico nacimiento,
sino porque era el día del solsticio de aquel entonces. En
este día los gentiles festejaban el nacimiento del sol invencible,
el triunfo de la luz sobre la oscuridad (ya que a partir de esta
fecha, empieza el día a crecer a costa de la noche). La Iglesia
de Roma, muy sabiamente, sustituyó esta fiesta pagana por
la festividad del Nacimiento de la Luz verdadera, del Sol de Justicia,
de Cristo que brilla desde el vientre de la Virgen e ilumina la
humanidad y la arrebata de la oscuridad y sombra de muerte. Esta
sustitución tuvo tal éxito que, en pocos años,
la fiesta de Navidad se difundió en todo el mundo cristiano
de aquella época; y en el siglo sexto todas las Iglesias
del Oriente ya festejaban este día, salvo la Iglesia Armenia
que hasta la fecha celebra el Nacimiento de Cristo junto con la
Epifanía el 6 de enero.
El Icono de Navidad
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El icono nos describe con colores la reunión del cielo y
la tierra al festejar “la llegada de la plenitud de los tiempos”.
El ángel se inclina hacia los pastores, gente humilde y
marginada, anunciándoles el suceso, mientras los magos se
dirigen hacia el Rey representando la participación de los
páganos que no se habían preparado por ninguna historia
profética, mientras los judíos si.
Se acercan al niño nacido un buey y un asno que, participando
en esta celebración universal, nos recuerdan la profecía
de Isaías: “conoce el buey a su dueño, y el
asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne.”
(Is.1:3).
Un hombre vestido de lana está platicando con José;
ha de ser el tentador (Satanás) tratando de alentar las dudas
de José sobre este inefable parto: “¿Qué
es este suceso, oh María, el cual veo en ti? ... En lugar
de honor me has traído vergüenza; en lugar de alegría,
tristeza; ...”. Mas Dios, quien no permite tentaciones que
sobrepasen nuestros esfuerzos, iluminó al justo José,
enseñándole la pureza de la Virgen.
He aquí que la Madre de Dios está acostada en la
entrada de la gruta, rodeada con un nimbo que parece grano de trigo,
¡y cómo no, si ella es la madre de la Vida! La Virgen
“guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón”
(Lu.2:19). También, está mirando a cada uno de nosotros
invitándole a que, por su parte, dé a luz a Cristo.
En medio del esplendor de este festejo sobresales, oh Señor,
con tu divina quietud, y tu pesebre nos parece como un sepulcro:
el primero lleva a la Vida para que del segundo nos brote la vida.
“Nos prosternamos ante tu Nacimiento, oh Cristo, muéstranos
tu divina Epifanía”
Nacimineto virginal
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El decir que José “No la conoció (a María)
hasta que dio a luz a su hijo”, no indica que la conoció
después del parto. La palabra hasta, en sí, señala
lo que sucedió durante todo el tiempo anterior al parto,
pero no dice nada respecto al posterior. Es como cuando uno dice:
“Estuve en la casa en la mañana”, pues esto no
quiere decir que en la tarde estuvo fuera. Leamos este ejemplo del
libro de Génesis: en la historia del diluvio, Noé
despidió un cuervo para examinar si la tierra había
secado; el relato dice: “El cuervo no volvió hasta
que se secó la tierra” (Gén. 8: 7). Pero sabiendo
que el cuervo nunca regresó, entendemos que la palabra hasta
procuraba mostrar el abandono del cuervo antes de que la tierra
se secase, sin importar lo acaecido después. Lo mismo sucede
con san Mateo cuando dice que José “No la conoció
hasta que dio a luz a su hijo”, pues lo que le importaba es
enfatizar el nacimiento virginal, o sea, que lo concebido en la
Virgen es del Espíritu Santo, sin decir nada de lo que después
pasó o no con María y José.
Quizás alguien se pregunta: “¿Por qué
san Mateo no atestiguó la virginidad de María también
después del parto?”
El centro de atención del Evangelista es dar a conocer al
Mesías, en quien se han realizado las profecías del
Antiguo Testamento; su narración sobre el Nacimiento no busca
describir la devoción de la Iglesia hacia la Virgen María,
sino el acontecimiento salvífico de la Encarnación.
Pero la Iglesia, desde sus primicias, ha sostenido que María
permaneció Virgen antes, durante y después del parto,
como parte de la auténtica devoción hacia la Madre
de Dios. No es ni razonable ni recto pensar en que las entrañas
que Dios ha consagrado con su presencia fueron dispuestos a otra
preocupación; ella se quedó siempre al lado de su
hijo “guardando todo en su corazón.” Permaneció
siempre Virgen, “Betulah”, palabra hebrea que significa
“morada de Dios”, de Dios y nada más de Él.
Geneología
Jesús, el Hijo de David
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Estaba profetizado en el Antiguo Testamento, que Cristo, el Mesías,
sería engendrado del linaje del rey David, y que nacería
de una virgen. (2Sam.7:12-13), (Isaías7:14).
Uno de los objetivos del evangelista san Mateo en su evangelio,
era demostrar que en Cristo se han realizado las profecías
mesiánicas. Por eso principia su evangelio con la genealogía
de Cristo, que empieza con Abraham, pasa por el rey David y termina
con José el desposado de la Virgen María. Después
de exponer la genealogía, san Mateo continúa diciendo
que todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por
el Señor por medio del profeta. Y en todo su evangelio el
autor sagrado recurre a las profecías, demostrando que Jesús
es el Mesías esperado.
San Mateo, también, recuerda a los lectores de su Evangelio,
que en la genealogía de Cristo había pecadores (Rajab,
Tamar, y David que engendró, de la que fue mujer de Urías,
a Salomón). Como si san Mateo estuviera diciendo a los cristianos
de origen judío: No se enorgullezcan de que Cristo ha encarnado
de su linaje, pues no lo hizo por ser un linaje de justos, sino
para señalar a qué ha venido: “a llamar, no
a justos, sino a pecadores al arrepentimiento.”
Los magos
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La tradición más firme señala que los magos
vinieron de Persia, otras señalan que su origen fue Arabia
o el desierto sirio. La Tradición en el occidente, aunque
no está mencionado en los Evangelios, enfatiza que eran reyes
del Oriente, quizás considerando que la profecía del
salmo 71 se ha cumplido con la prosternación de los magos
ante el Niño nacido: “Los reyes de Tarsis y las islas
traerán regalos, los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán
dádivas, todos lo reyes se postrarán ante él,
y le servirán todas las naciones” (Septuaginta).
Los regalos que los magos ofrecieron –nos dice san Ireneo-,
expresaron su fe en Jesús, el niño dormido en el pesebre,
como Rey (oro), como Dios (incienso) y como Redentor que padecería
la Pasión para salvar a Adán (Mirra). Otra interpretación
nos dice que el oro indica la virtud, el incienso la oración,
y la mirra, el sufrimiento.
Los magos volvieron a su tierra como testigos de todo lo que vieron:
la estrella, la cueva, la Virgen y el Niño nacido ante Quien
se postraron y nos prosternamos.
“Imitemos a los magos separándonos de nuestros barbáricos
hábitos, para ver a Cristo; apartémonos de los asuntos
de este mundo, pues los sabios, mientras estaban en Fares, no vieron
más que una estrella, pero cuando se apartaron de su tierra,
contemplaron al mismo Sol de Justicia. Levantémonos y corramos
hacia la casa del Niño sin permitir que nuestro anhelo sea
extinguido por temor a los peligros que nos rodean: pues los magos
si no hubieran visto al pequeño Niño, no se hubieran
librado del peligro del rey Herodes. Antes de ver al Niño
llevaban temores, fatigas y peligros de todos lados, mientras que
después de prosternarse ante Él, gozaron de tranquilidad
y paz, y ya no es un astro que les recibe sino un ángel”
(San Juan Crisóstomo).
La profecía de Joel
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La Navidad es, por excelencia, la celebración del cumplimiento
de las profecías. Es el evento desde el cual la Iglesia lee
al Antiguo Testamento como un guía que indica hacia el nuevo.
El domingo posterior a la Navidad, la Iglesia recuerda la profecía
de Joel, sobre la venida del Señor: “realizaré
prodigios en el cielo y en la tierra; sangre, fuego, columnas de
humo.” (Jo.3:3). Así pues, cantamos en las maitines
lo que explica el simbolismo de esta profecía-enigma: “Sangre,
fuego, y columnas de humo son prodigios de la tierra que Joel previó:
la sangre es la encarnación; el fuego, la divinidad; y las
columnas del humo, el Espíritu Santo que ha venido sobre
la Virgen y perfumado al mundo. ¡Gran misterio es el de tu
encarnación, oh Señor, gloria a Ti!”
El Verbo tomó completamente la esencia humana de la sangre
de la Virgen sin dejar de ser Dios y sin que el fuego de su divinidad
queme a la Virgen ya que la Gracia del Espíritu Santo vino
sobre ella.
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